Corrupción: la palabra tabú
No habrá petróleo que valga, como ya lo ha demostrado esta década, si quienes administran los recursos no lo hacen de manera honesta y eficaz. Naciones con menos riquezas y más eficiencia, logran mantener hoy elevados estándares de vida, basándose en la excelencia de la administración pública
En su afán de simplificar la extraordinaria complejidad de la realidad que vivimos, el gobierno ha encontrado una sencilla explicación para justificar los males que viven los ciudadanos menos favorecidos: es culpa de los ricos. De esta manera, nuestro país –y el mundo- se dividen en dos extremos opuestos e irreconciliables. En blancos y negros sin matices, sin grises. Se explica la eterna injusticia que ha marcado la historia de la humanidad; e insólitamente se justifica que, tras una década en el poder, no hayamos solucionado mucho y estemos peor que antes. El verdadero cuento es mucho más difícil, pero además hay que tener en cuenta que, para echarlo, hay que incluir un elemento cuya mención es puramente retórica: la corrupción. Nos referimos al uso indebido del poder para conseguir algún beneficio personal. Hecho especialmente condenable cuando hablamos de la administración pública, ya que ese poder le fue otorgado por un electorado a un individuo con el fin de que trabajara para los más altos propósitos. Pero sucede –con demasiada frecuencia- que quienes llegan a una posición de mando en el aparato estatal, se olvidan de sus deberes para con terceros y se enfocan en el aprovechamiento de esa situación para fines egoístas. Cabe entonces preguntarse cuántos de los males del mundo –y de nuestro país- podrían haber sido solucionados si los funcionarios estuvieran a la altura de sus responsabilidades. Si las energías de esas personas no se enfocaran a los propósitos miopes que los asaltan de repente, sino a un compromiso de finalizar su gestión dejando la comunidad sobre la cual tienen influencia en condiciones mejores que cuando llegaron a su cargo. El aspecto más emblemático del quehacer corrupto es el aprovechamiento de fondos públicos para satisfacción propia. Sin duda es el más comentado debido al daño que hace. Porque quienes caen en tal práctica, están distrayendo recursos de salud, educación y seguridad, entre otras necesidades del pueblo. Cuántas vidas se pierden, cuántas podrían ser mejores: esa es la pregunta que nos hacemos cuando nos enteramos que, según la Organización Transparencia Internacional, en 1998, Venezuela ocupaba el lugar 77 entre los países más transparentes, con Indice de Transparencia (TI) de 2,3; pero en 2008 pasó a ocupar el lugar 156, con TI de 1,9 de un total de 180 países evaluados y encuestados, que coloca a Venezuela entre los países con peor evaluación del mundo y el segundo más bajo en Latinoamérica, después de Haití. Hasta que no haya una corrección drástica en este alarmante índice, Venezuela no podrá ver mejoría alguna en la calidad de vida de su gente. No puede haber permisividad de los poderes públicos, ni indiferencia de los ciudadanos. No habrá petróleo que valga, como ya lo ha demostrado esta década, si quienes administran los recursos no lo hacen de manera honesta y eficaz. Naciones con menos riquezas y más eficiencia, logran mantener hoy elevados estándares de vida, basándose en la excelencia de la administración pública. Es pues, un hecho. Hasta que no haya un verdadero propósito de erradicar tan aborrecible práctica, no podremos ver días mejores en Venezuela. *Concejal de Baruta
David Uzcátegui
http://www.diariolavoz.net/seccion.asp?pid=18&sid=429¬id=295155
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