Drácula en el Panteón


La escena protagonizada anoche por una altísima y misteriosa comisión presidencial dirigida por el propio teniente coronel es digna del irlandés Bram Stocker, el genial escritor a quien se debe la exitosa novela de Drácula, menos conocido por su nombre real Vlad Draculea o Vlad Tepes, famoso en la Rumania del siglo XV como Vlad el Empalador, príncipe de Valaquia.

Si Leonardo Padrón, Ibsen Martínez, César Miguel Rondón o Alberto Barrera, eximios guionistas de series televisivas, sobrevivieran a esta devastación digna de Atila y sus huestes, bien podrían narrarnos por una RCTV rediviva los entretelones de esta mórbida y tenebrosa historia vivida por nuestro jorunga muertos magisterial, Hugo el Magnífico. Pues entrarle al panteón en puntillas, rodeado de babalaos, paleros, santeros, magos y guardias del G2 disfrazados de expertos en anatomía patológica iluminados con antorchas y provistos de tenazas, sierras eléctricas, bisturís y soldadoras de oxígeno para presenciar el estado de unos modestos huesitos y remover el índice en un montón de polvo, es cuando menos digno de Bela Lugosi, Boris Karloff o cualquiera de los protagonistas que vivieran en la gran pantalla los horrores de Vlad Tepes.

Al violar el sarcófago de acero “una llamarada me envolvió”, cuenta en su tweeter, el pudrero mayor del reino. “¡Qué momentos tan impresionantes hemos vivido esta noche! ¡Hemos visto los restos del gran Bolívar!” Confieso que hemos llorado. Les digo: tiene que ser Bolívar ese esqueleto glorioso pues puede sentirse su llamarada. Dios mío. Cristo mío”. ¿Fuego fatuo o fata morgana? Debe haber sido la llamarada del deseo represado en el sarcófago ante el solo anuncio de la llegada de doña Manuela. ¿No dijo el venerable poeta que sus cenizas “polvo serán mas polvo enamorado”? Un polvo en el más allá. Un polvo pedregoso, pues los restos de doña Manuela eran meramente simbólicos. Y ya sabemos desde nuestra temprana adolescencia cuáles son esos polvos simbólicos. Una brizna de paja en el viento.

Ya comprende uno lo de las toneladas de alimentos podridos. Rafael Ramírez no los dejó pudrirse: los pudrió por encargo. Pues Chávez ama lo putrefacto. Es, y en eso muy digno de Adolfo Hitler, un carroñero. Agarró el Poder en medio de la carroña dejada por la Cuarta República, ya descompuesta como los millones y millones de kilos de alimentos podridos por obra y gracia de su entorno. Montó su constituyente sobre los restos putrefactos del parlamentarismo podrido del Pacto de Punto Fijo. Y ha ido imponiéndose sobre el pantano de putrefacción en que ha terminado por descomponer la república.

Ya nada salva a Chávez de la carroña. Es el emperador de la podredumbre, el Zar de la putrefacción, el Papa de lo cadavérico. El Rey de Pudreval. Por eso el festín del Panteón: solazarse teniendo entre sus manos lo que se supone quedó de quien del polvo naciera y en polvo se convirtiese. Como diría Napoléon: desde esos contenedores ciento sesenta mil toneladas de podredumbre nos contemplan.

Drácula. Cuidado con la luz del cielo. Cuidado con los crucifijos. Cuidado con las ristras de ajo. Podría sucederle lo que al Conde Drácula: hundirse en el corazón de las tinieblas.

Opinión
Pedro Lastra
ND

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