El apagón que los zulianos nunca olvidarán (Vinicio Díaz Añez)
El apagón que los zulianos nunca olvidarán (Vinicio Díaz Añez)
En mis años en Maracaibo, nunca había visto a sus habitantes destilando tanta rabia, molestia e indignación como el pasado fin de semana. El histórico apagón que desde el viernes en la noche y hasta el domingo dejó a la ciudad capital, y a todo el Zulia, sin energía eléctrica por más de 48 horas, de haberse extendido un día más creo que hubiera causado un estallido de violencia en esta Tierra del Sol Amada.
Lo que más o menos se compara a esa arrechera general que comenzó el viernes y terminó el domingo – mejor dicho, que no ha terminado todavía porque sigue allí, hiriendo como una espina enterrada, como un uñero que cuesta quitar – es la huelga del aseo urbano de abril de 1969. Este año toda la ciudad fue paralizada por los obreros que recogían a domicilio la basura de las residencias, locales comerciales y áreas industriales, es decir, los “salserines de aquella época”, quienes recibieron el respaldo de los gremios, estudiantes de los liceos públicos y universitarios.
Maracaibo entera se plegó a la protesta organizada por estos obreros que demandaban, al entonces Concejo Municipal en manos de dirigentes de Acción Democrática, un aumento salarial y mejores condiciones laborales. En esa ocasión desde el dueño de un abasto, hasta el árabe que vendía telas en el centro estaba indignado con el trato injusto que recibían aquellos hombres que todos los días debían lidiar con la carroña que la ciudad generaba.
Esta vez esa indignación estuvo a punto de repetirse. La falla del servicio eléctrico por más de 24 horas en algunos barrios, y hasta 48 en otros, aunada a la insoportable ola de calor que ahora llaman “sensación térmica”, para edulcorar semánticamente los intensos grados centígrados que nos atacan de manera implacable cada vez que los rayos solares se ensañan desde las altas alturas, provocaron que el ánimo maracucho, tanto de escuálidos como de chavistas, se saliera de sus habituales y bien centradas casillas.
Bastaba observar en el Twitter los mensajes maledicientes que los usuarios escribían a los funcionarios del gobierno, para tener una idea, más o menos cercana, de la desesperación que les causaba a los zulianos el no poder contar con energía eléctrica en sus residencias.
Me enteré la historia vivida por la madre de unos amigos en esos dos días de angustia que, a falta de otro nombre, bien podríamos llamarlos “días de perros”. La señora – con más de 80 años de edad a cuesta – tiene 5 hijos que viven en sitios opuestos de la ciudad. Su residencia habitual queda en La Floresta, al noroeste de Maracaibo, donde no solamente el servicio de energía eléctrica tardó más de 24 horas en restablecerse, sino donde también el servicio de agua quedó suspendido por más de 48 horas, es decir, doble desespero.
Los hijos de la señora al saber que el problema de la luz tardaría en reestablecerse, la enviaron a la casa del hermano mayor que vive en Los Olivos para evitar que el calor y la falta de agua la agobiaran, pero justo cuando se disponían a bajar a la pobre abuela de la silla de rueda del automóvil en el que fue trasladada, desde dentro de la casa le gritan: “llevate a mamá porque ya se fue la luz aquí también”.
Con la misma firme disposición, y sin perder tiempo, telefonearon a la hija que vive en El Naranjal para informarle que estaban saliendo con la madre para su casa dándole cuenta de las razones. Una vez que el carro estaciona en el garaje, y la abuela había puesto sus posaderas en la silla de rueda, el fluido eléctrico se extingue en la casa y todo el mundo queda en las penumbras.
Por celular llaman entonces a otro hijo de la señora que vive en Villa Serena, cerca del Hospital Militar, en el norte de la ciudad. Para no perder el viaje llamaron al filio para cerciorarse si había energía eléctrica, recibiendo una respuesta positiva. Ya a estas alturas una caravana de autos se había unido al primero que salió a peregrinar un sitio para que la abuela no sintiera calor y tuviera agua para atenderla del sofocante calor que estaba acabando con todos los maracuchos.
Llegaron a la residencia y, en efecto, allí la luz brillaba pródigamente. La abuela fue bajada y la sentaron en un mullido sofá de la sala. El hijo alardeaba que en su casa la energía eléctrica nunca la cortaban nunca porque vivía cerca del Hospital Militar. Y así pasaron algunos minutos, protegidos por la aparente fuente segura de energía eléctrica, todos estaban tranquilos, conversando y relajados luego del intenso trajín que los llevó a recorrer media Maracaibo, hasta unos traguitos de whiskey se sirvieron.
La abuela jugaba con una de las nietas y el perro mascota del hijo, pero, cuando apenas hizo el intento de recostar su cabeza para echar una merecida siesta, zuasssss, quedó todo en tiniebla. Todos los hijos salieron a buscar velas, encendieron los celulares para con la luz que estos despiden poder caminar en las oscuras penumbras y tratar de llegar hasta la sala para buscar a la abuela.
No fue necesario ubicar a la octogenaria señora en la oscuridad de la sala, pues ella misma se ocupó de guiarlos al gritar, a todo pulmón, y como una María Callas en sus buenos tiempos. “¡El que me mueva de aquí le pego un coñazo!
De más está decir que todo el mundo se quedó perplejo, por lo que no hubo más remedio que esperar a que llegaran los transformadores desde no sé donde, sudar como los presos de la Cárcel de Sabaneta toda la madrugada, comprar agua y hielo en los depósitos que tenían planta, y soplar por 48 horas a la abuela con el abanico* con aspas de nácar traído de España, que le habían regalado sus hijos y nietos el Día de la Madre…
* Abanico de mano, no el ventilador de techo o de pie, por si acaso.
Cortesia
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